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Enseñanzas de la crisis y retos pendientes

22 de junio de 2017

Autores: Rafael Doménech, José Manuel González Páramo, BBVA Research

Artículo publicado Diario ABC (España) 

Todo hace prever que en los próximos días el Congreso aprobará definitivamente los Presupuestos Generales del Estado de 2017 tras un intenso debate. El ritmo y composición de la consolidación fiscal, así como las opciones de la política fiscal han vuelto a ser el objeto de miles de enmiendas. Diez años después de iniciada la crisis financiera internacional conviene recordar que la recesión y las políticas fiscales expansivas aplicadas aumentaron el déficit público hasta el 11,2% del PIB en 2009 y que 27 de cada 100 euros de gasto público se financiaban con deuda. Si las previsiones de los Presupuestos se cumplen, la deuda pública se situará en el 98,8% del PIB en 2017 y el déficit en el 3,1%. Ocho puntos de reducción del déficit en ocho años.

Este ritmo de reducción ha sido bastante gradual y, al mismo tiempo, todo lo lento que los mercados financieros nos han permitido. Se ha buscado el difícil equilibrio entre perjudicar a corto plazo lo menos posible el empleo y el crecimiento económico, y mantener la credibilidad del objetivo de estabilidad presupuestaria.

Reducir el déficit mediante disminuciones del gasto público y aumentos de los impuestos tiene costes en términos de actividad. Pero los costes de no reducirlo hubieran sido mucho mayores. De hecho, entre 2009 y 2011 las cuentas públicas estuvieron en el filo de la navaja de entrar en una situación insostenible, con unas primas de riesgo crecientes que aceleraron la dinámica de una profecía autocumplida. Además, la interacción entre los riesgos soberano y bancario llegó a crear un círculo vicioso del que era imposible escapar sin aplicar una consolidación fiscal. En pleno proceso de disminución de la deuda del sector privado, no haber reducido las primas de riesgo a partir de la segunda mitad de 2012 hasta los niveles actuales (gracias también a las medidas del BCE) habría sido letal para las empresas y hogares españoles. Y habría impedido también la intensa recuperación que estamos experimentando desde finales de 2013.

Frente a la opinión de los que erróneamente han catalogado este lento ajuste fiscal de “austericidio”, lo cierto es que el ajuste fiscal ha sido fundamentalmente una reversión parcial de los estímulos fiscales aplicados en 2008 y 2009. De hecho, el gasto público real per cápita en 2016 fue un 6% superior al de antes de la crisis, mientras que los ingresos públicos seguían siendo un 10% inferiores a su nivel de 2007. Como consecuencia de este lento proceso de consolidación fiscal se ha producido además un aumento de la deuda pública que no ha resultado gratuito. Según nuestras estimaciones, los costes a largo plazo que supone estabilizar la deuda a niveles mucho más altos que antes de la crisis (más de 65 puntos porcentuales del PIB) son considerables. En promedio, equivalen a 5,5 puntos menos de PIB, 6,7 de inversión privada y 3,1 de empleo.

Para reducir estos costes en términos de crecimiento y actividad, disminuir la carga sobre las generaciones más jóvenes y ganar el espacio fiscal necesario con el que afrontar futuras crisis necesitamos reducir la deuda pública. ¿Cuál es la mejor manera de hacerlo? Sin duda con reformas que aumenten el crecimiento y las bases imponibles con las que se recaudan los impuestos.

Según nuestras estimaciones, una reducción permanente de la tasa de paro en 8 puntos permitiría una mejora también permanente del saldo presupuestario de 6 puntos porcentuales del PIB. Obviamente, reducir la tasa de desempleo no es una tarea fácil. Además de restricciones de política económica, no es posible reducir el desempleo de la noche a la mañana, sino gradualmente y solo mediante un amplio conjunto de medidas. Pero los beneficios merecen la pena. Una disminución permanente del desempleo de esa magnitud, además de beneficiar sobre todo a los segmentos más desfavorecidos del mercado de trabajo y de reducir la desigualdad, aumentaría el PIB y el gasto público per cápita más de un 20%, mientras que la presión fiscal podría disminuir en 5 puntos. 

En definitiva, España necesita seguir ampliando su margen fiscal, asegurar un superávit presupuestario primario (algo que no está previsto antes de 2018) y reducir gradualmente la deuda pública. La mejor manera de alcanzar estos objetivos es mediante reformas que mejoren la estructura tributaria (por ejemplo, una devaluación fiscal), reduzcan el desempleo estructural y la temporalidad, y aumenten la productividad agregada.

A estos aumentos de productividad también han de contribuir unos servicios públicos más eficientes, que deberían aprovechar las oportunidades derivadas del proceso de transformación tecnológica y digital en curso para cerrar la brecha con los países que se encuentran a la vanguardia en la eficiencia del sector público. Más que una opción de política fiscal, se trata de una necesidad si queremos que la economía española recupere la senda de convergencia hacia los niveles de prosperidad y bienestar de las sociedades más avanzadas.

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